Todas las guerras son horribles, pero la Primera Guerra Mundial nos dejó verdaderas pesadillas mas allá del propio conflicto. El gas mostaza reptó por el campo de batalla como el ángel de la muerte del Antiguo Testamento, y aunque no produjo muchas bajas si ocasionó un gran temor entre los combatientes.
Las trincheras fue otro de las imágenes de esta destructiva guerra. Cuando se salía de ellas sabías que probablemente caerías abatido por las ametralladoras enemigas o por algo que me horroriza: la bayoneta calada, y todo por ganar unos cuantos metros al adversario, todo por cumplir un absurdo plan trenzado cómodamente en una mesa.
En los meses de frío, la lluvia, la humedad, los charcos y el barro hicieron de compinche de la muerte. Basta decir que para transportar un herido en camilla se necesitaban seis hombre, unos para cargar al herido y otros para sacar del barro a los propios camilleros.
No hay duda, la guerra es fango y podredumbre, como lo fue la primera de las grandes del siglo XX.
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